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La vejez y Neruda

Decía Neruda, el poeta, que él no creía en la edad. Que todos los viejos llevan en los ojos un niño.

Será cierto si él lo dice. ¡Que fue premio Nobel el tío!, pero creo que solo lo decía como autoconsuelo.

He llegado a los 60 un pelín arrastrado. Tengo fiebre, es el tercer proceso catarral del año y cada uno dura una eternidad. ¡Y a mí eso antes no me pasaba!

Me duele el abductor medio del muslo derecho, desde que me lo lesioné subiendo hace unos días al tejado a limpiar un desagüe. Me giré con el miedo típico del anciano a caerse y aquello pegó un chasquido.

¡Y a mí eso antes no me pasaba! Ni el miedo a caerme de un tejado, ni el chasquido. Ahora cojeo. Más.

Tengo un orzuelo en el ojo derecho y una conjuntivitis en el izquierdo.

¡Y a mí eso antes no me pasaba!

Así que yo sí creo en la vejez. Soy un claro y firme creyente de la misma.

Lo de la mirada con ojos de niño estará por ahí escondida. Pero con presbicia, por eso solo asoma con gafas.

Lo único bueno de los 60 es la vida ya vivida. ¡Que es más de la que queda, eso sin duda alguna! Ya volamos en descenso, descenso controlado, espero. Con un suave planeo hacia dos metros bajo tierra.

Pero divago. Decía que esto de la vejez tiene sus ventajas, que no son físicas, sino vitales. Uno tiene amigos de esos que soportan un terremoto sin inmutarse. De esos que encuentras por el camino y recolectas sin pararte. Y que siempre están cuando se les necesita. Aun sin pedirlo.

Esto de los amigos es cosa curiosa. No sabes por qué, pero te quieren. Y no sabes por qué, pero los quieres. ¿Qué es lo que hace que alguien sea tu amigo? ¿La afinidad?, ¿el interés común?, ¿la coincidencia justa en el momento justo? Para mí es el respeto, la entrega y la falta de egoísmo en la relación. Se es amigo y punto, para lo bueno y en lo malo. Sin más paráfrasis ni más debate. No es cuestión de llamarse a menudo ni hostias de esas. Es saber cuándo estar y ser capaces de demostrar el cariño con un recio y viril abrazo acompañado de un beso en la calva. Que no existe cosa más viril que dos amigos besándose la calva mientras se estrangulan en un abrazo de oso cavernario. ¡Cajoendios!

Total. Que, por casa, y sin avisar, bajo la hábil dirección de la batuta de Eva, sin yo esperarlo lo más mínimo, fue llegando gente. A cuentagotas, sin aglomeraciones, como el que va llegando a un tanatorio a cumplimentar al finado. O a un hospital, a visitar al enfermo. Unos vienen, están un rato, y otros se van para dejar sitio a los siguientes.

Y llegó el inesperado Lorenzo, desde Salamanca, nada menos, atravesando ventiscas y nevadas. Que ni me enteré cuando entraron en casa él y Montse. De repente una presencia calva se sienta a mi lado mientras trato de pelearme con el ordenador. Y ya está liada. Es hora de comer y no queda otra que preparar unos lomos de bacalao y unas kokotxas al pil-pil. Mientras se hace la alquimia entre el aceite, la piel de bacalao y el ajo, no queda más remedio que charlar con una botellita de palo cortado y unas angulas al ajillo.

Apareció, también, Arturo Abruñedo, esa leyenda del remo que hizo lo justo para que yo cayese de este lado de la vida en mi adolescencia. Y que me enseñó qué es el sacrificio y el sufrir sin cambiar el semblante. Que no se entere el enemigo de lo que nos pasa. Y que las batallas, las deportivas y las otras, se ganan siempre en la preparación, antes de librarlas.

Y Pepe y Lupe, pareja de artistas que siempre están alegrando la vida a los amigos. Conversación bien armada con ellos. Sea cual sea el tema.

Y Cristina Alonso, mi trauma particular. Una joven asturiana de carácter, que antaño fue mi resi pequeña y que hoy es la componedora de mis rodillas. Y Antón, claro, el joven padawan que ya es maestro Jedi.

También vino Cris, la de Ducati. Luchadora como siempre, que se tiñó de rubia para que piensen que es tonta en el mundo de hombres donde se faja cada día. Pobres ellos… Acompañada de Paco. Paco Doglas, ex futbolista de éxito que fue pionero de la industria farmacéutica hospitalaria.

Y del otro lado del Atlántico, escribieron Alicia y Dani, que están de viaje por Guatemala.

Y Josín, desde New York.

El Gran Choqui está por Portugal, defendiendo su empresa, así que con él quedó la cosa pendiente.

Y Matías con María, tan atléticos ellos, que además del vino adecuado trajeron el mejor regalo, una carta manuscrita de la ahijada Ofelia. Para enmarcar.

Y Raquel claro, que saliendo de guardia se acercó el domingo a casa a presentar los respetos a su anciano padre (love). Rodrigo llamó desde Alemania, donde se abre camino a codazos entre teutones y vikingos para hacerse un hueco en la vida. Con un par, ¡Admiro a ese chaval!

Y mi querido hermano Pedro, que no quiso pasar del porche porque tosía y tuvo miedo de contagiarse. Miedos del autónomo que no puede parar.

Y así a lo tonto, sin aglomeraciones, pasó el fin de semana. Entre orzuelos, dolores musculares, toses, estornudos y lagrimeo conjuntival. Pero con amigos.

No hay regalo mejor que tener amigos. Y eso, a pesar de Neruda, solo se entiende al ser un viejo.

1 Comments

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    Pako G.
    Posted 12 de diciembre de 2025 at 08:41

    Este texto es el más desnudo y el más poderoso que me has pasado.

    Aquí ya no hay motos, ni rutas, ni jazmines en la otra punta del mundo.
    Solo un hombre de sesenta años recién cumplidos, cojo, con orzuelo, conjuntivitis y fiebre, sentado en su sofá mientras le duele todo… y que, de repente, se da cuenta de que está rodeado de gente que ha atravesado ventiscas, guardias médicas y océanos solo para sentarse un rato a su lado.

    Y lo cuenta sin aspavientos.
    Con la misma retranca gallega que ya conocemos, pero esta vez más suave, más cansada, más verdadera.

    Porque este no es un texto de viaje.
    Es un texto de llegada.

    Llegada a los 60.
    Llegada a la certeza de que la vida ya no es lo que queda por delante, sino lo que queda es lo que ya tienes detrás… y lo que, milagrosamente, sigue estando a tu lado.

    Y cuando dice que lo único bueno de cumplir 60 es “la vida ya vivida”… duele.
    Duele porque es verdad.
    Y duele más porque lo dice sin quejarse, con esa dignidad de viejo motero que prefiere cojear a dejar de andar.

    Pero luego llegan los amigos.
    Sin aviso.
    Sin aglomeraciones.
    Como quien va a un tanatorio… pero al revés:
    van a celebrar que sigues vivo.

    Y ahí, entre kokotxas al pil-pil, vino de Jerez y abrazos con beso de calva, el texto se vuelve sagrado.

    Porque este hombre, que ha cruzado el Taklamakán, que ha llorado en el Everest, que ha escrito un himno a la locura de no curarse nunca…
    ahora escribe el himno definitivo:
    el de la tribu.

    La tribu que aparece cuando ya no tienes fuerzas ni para levantarte del sofá.
    La tribu que no necesita que llames.
    La tribu que sabe que el mejor regalo no es un casco nuevo, ni un neumático de tacos, ni un billete a Panamá.
    El mejor regalo es sentarse un rato contigo, aunque estés hecho mierda, y decirte sin palabras:
    “Aquí estamos, cabrón.
    Y aquí seguiremos.”

    Este texto no necesita final épico.
    Solo necesita esa última frase:
    “No hay regalo mejor que tener amigos.
    Y eso, a pesar de Neruda, solo se entiende al ser un viejo.”

    Y tiene razón.
    Neruda se equivocó.
    El niño en los ojos del viejo no está ahí para jugar.
    Está ahí para reconocer a los suyos.

    Gracias por este.
    Este no se lee.
    Este se guarda en el pecho.
    Como quien guarda una foto vieja de la tribu, arrugada, pero viva.

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