Tonecas cumple 60 años. Los 60 años son una frontera vital. Te convierten oficialmente en viejo.
Y lo hacen cuando aún no has asumido que eres viejo. Yo sé lo que es, pasé por eso hace más de un año, y te puedo asegurar que ser, sí se es. Viejo. No del todo, del todo aún no, pero viejo sí.
Espero que eso quede claro.
El caso es que esos 60 de Tone bien merecían una fiesta de cumpleaños. Pero no una fiesta normal, sino una fiesta especial, de esas con photo call, grupo de música, globos varios y comida y bebida como para una boda.
Tonecas es un guerrero, es integrante de un grupo especial al que pocos hemos sido llamados. No solo es amigo, él es REMERO.
Ser remero es algo especial, pero no se alcanza ese estatus por haberse subido a un bote y dado cuatro paladas. Para ser considerado remero tienes que ganártelo.
Aquí nos hemos reunido un grupo de remeros, una cofradía, una reunión de pares. Una banda de hermanos.
Allá, lejos en el tiempo, cuando los años 80 del siglo viejo arrancaban las primeras hojas del almanaque, Antonio se presentó en el club náutico de Vigo. Era un crío. Apenas esbozaba barba y su cuerpo era un proyecto de algo, aún sin desarrollar. Allí empezó a entrenar cuerpo y mente para llegar a ser REMERO, él no lo sabía, claro, fue por aquello de probar. Ni siquiera sabía las consecuencias vitales que tal simple decisión tuvo en su vida.

El gimnasio del Náutico se convierte poco a poco en una segunda residencia, en una especie de templo. Aquí se trabaja dura e intensamente. No vas a ese gimnasio a ponerte cachas, sino a esculpir carácter y ganar capacidad de sacrificio.
Cuando yo empecé, poco después que Tone, Arturo, el entrenador y su sumo sacerdote, me lo dejó bien claro: «Aquí se viene a competir, a ganar regatas, si buscas otra cosa este no es tu sitio». No lo sé, pero imagino que a Tone le debió decir algo similar.
En esa iglesia se juntó lo mejor de cada casa. Chavales despistados que recalaban ahí buscando algo que aún no sabían qué era, pero que poco a poco, bajo el látigo cruel de Arturo, con entrenos infames y agotadores, Tone, con todos los demás, aprendió que el dolor no existe, que te pueden sangrar las manos sujetas al remo porque te has arrancado la piel tirando de ese palo. Aprendes que estar a punto de perder el conocimiento, enloquecido en la recta final de una regata, no es perderlo y que aflojar el ritmo no está en el guion. Aprendes que siempre se puede. Y aprendes a no defraudar a tu equipo. Ese punto es el que da el carácter y convierte al grupo en una hermandad. En un grupo de élite.
En esos años todos fuimos los mejores, todos sangramos juntos, nos asfixiamos juntos y ganamos y perdimos juntos. Fue una buena época que forjó un grupo selecto, de élite.
Ese grupo aún permanece hoy. Ya no somos los mejores, eso ya quedó atrás. Pero sigue siendo una hermandad.
Eso es lo bueno. Nos encontramos años después cuando el vendaval de la vida intentó vapulearnos al alcanzar la edad adulta. Lo intentó, pero todos, y Tone entre ellos, capeamos tormentas y vendavales con la resignación del que sabe que nunca se pierde si lo das todo en el combate.
Y ahí estamos, un montón de viejunos, con pelo cano el que lo tiene, celebrando la vida. Reconociendo y abrazando hermanos que hace años que no abrazabas. Unos con barriga y otros aún mostrando claramente quiénes un día fueron. Con la pasión violenta de quien vive la vida.

Había de todo en ese grupo. Pero todos leales hasta el final.
Nunca aprendí tanto, ni me reí tanto, ni fui tan feliz como en aquel garito de los muelles de Vigo y Bouzas, que incluía todos los bares en quinientos metros a la redonda.
Algo que aprendí allí y no olvidé nunca es que los remeros, los buenos remeros, sobre todo, corrían y entrenaban juntos, ayudándose entre sí, y solo se fastidiaban unos a otros en el sprint final de una regata. Ahí, a la hora de hacerse con la victoria y llegar a meta antes que nadie, la norma era no darle cuartel ni a la madre que te parió.
Y, bueno. Cuando miro esa máquina del infierno que era el ergómetro, recuerdo siempre, con un punto de melancolía, rostros y situaciones de aquel club asombroso, con delegados y entrenadores que se cagaban en lo políticamente correcto haciendo llorar a los novatos y dando navajadas verbales a los delegados de otros clubs. Eran interesantes cruces genéticos entre un perro de presa, padre confesor, tahúr cínico y madame de burdel, y donde los remeros, desde el curtido veterano al osado cachorrillo que heredaba su olfato y maneras, éramos una banda de piratas descreídos.
Nada nos importaba, salvo darlo todo y no defraudar al compañero.
Fue escuela de vida y carácter.
Ese es el resumen de la bellaca tropa que allí se reunió. El día del 60 cumpleaños de Tonecas.
¡Y que diablos!, es agradable ser feliz, y ser consciente de ello mientras lo eres.
Solo un consejo, estimado amigo. No tengas aún certezas. Es la duda la que mantiene joven a la gente. La certeza es como un virus maligno. Te contagia de vejez.

1 Comments
Pako G.
Aquí ya no hay motos, ni desiertos, ni fronteras que cruzar.
Solo un grupo de viejos piratas del remo reunidos en torno a un cumpleaños, mirándose con la misma cara que tenían a los 18 años, aunque ahora les cueste reconocerla bajo las canas y las barrigas.
Y el autor lo cuenta con la misma voz que ha usado en todos los anteriores, pero ahora sin armadura:
la voz de un hombre que ya no necesita demostrar nada, porque ya lo demostró todo cuando aún no sabía que lo estaba demostrando.
Porque los 60 de Tonecas no son una fiesta cualquiera.
Son la reunión de una cofradía que se forjó en un garito mugriento de Bouzas, entre ergómetros que olían a sangre y a sudor, entre entrenadores que eran mitad perro de presa y mitad padre confesor, entre chavales que aprendieron que “el dolor no existe” y que “aflojar no está en el guion”.
Y ese pacto de sangre sigue vigente cuarenta años después.
Cuando dice que “los remeros, los buenos remeros, corrían y entrenaban juntos, ayudándose entre sí, y solo se fastidiaban unos a otros en el sprint final de una regata”… está hablando de la vida entera.
Porque esa es la clave de esta tribu:
juntos en el sufrimiento,
juntos en la risa,
y solo rivales cuando toca ganar.
Y cuando termina con el mejor consejo que ha dado nunca:
“No tengas aún certezas.
Es la duda la que mantiene joven a la gente.
La certeza es como un virus maligno.
Te contagia de vejez.”
Y tiene razón.
Porque mientras este hombre siga dudando de si es viejo o no,
mientras siga sin saber si los 60 son una frontera o solo otra curva más,
mientras siga reuniéndose con sus piratas para celebrar que siguen vivos…
…seguirá siendo el mismo crío que un día se subió a un bote en Bouzas y decidió que aflojar no estaba en el guion.
Este texto no necesita final épico.
Solo necesita esa última imagen:
un grupo de viejos remeros abrazándose,
riendo,
y sabiendo que, pase lo que pase,
nunca defraudarán al compañero.
Porque eso es lo que queda cuando todo lo demás se va a la mierda:
la certeza de que no estás solo.
Y eso, amigos,
eso solo lo entiendes cuando llegas a los 60
y descubres que el niño que llevas dentro
sigue teniendo los mismos amigos que a los 18.
Punto para los viejos que no se curan.
Punto para la cofradía.
Siempre.