- Hemos rescatado, de las nieblas del recuerdo, un viaje que hicimos hace mas de 10 años a Roma y Pompeya.
Aqui lo tenéis.
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Roma, la ciudad milenaria, la eterna, la más prodigiosa ciudad del universo según Goscinny.
Caput mundi durante siglos.
Roma siempre atrae, al fin y al cabo, todos somos romanos.
Roma fue la capital del imperio que abarcó todo el Mediterráneo. Y ese nombre lo dice todo sobre la expansión romana. Mediterraneum, el mar del medio de la tierra, que acabó por convertirse en el Mare Nostrum, en el lago por donde jugueteaba a su antojo la marina romana, protegiendo mercantes que llegaban a la ciudad eterna, con mercancías traídas desde los mas recónditos lugares del mundo. Seda de la China, marfil del sur de Africa, perlas de la India…
Roma aprendió de Grecia, de la que bebió hasta saciarse, y mezcló las enseñanzas griegas con el carácter agresivo y disciplinado de sus legiones. Al fin y al cabo Roma nació de los despojos creados por la mas épica guerra que los antiguos vieron. Aquella que derrotó a Troya, de donde escapó Eneas, antepasado directo de Rómulo y Remo.
Así, alimentándose de Grecia y actuando como herederos de Troya, los romanos forjaron, sin quererlo, lo que hoy llamamos civilización occidental. Por eso somos romanos. Nuestras carreteras se construyeron siguiendo el trazado de las suyas, nuestro sistema legal se basa en los principios del derecho romano, y el latín forjó nuestra manera de hablar. No se nos puede entender sin Roma.
Si, Roma es caput mundi.
¿Y quién no quiere, alguna vez, ir a su capital?
Nos fuimos a conocer Roma por primera vez en el lejano año de 2013, estrenando nuestra inicial Ducati MTS. Esa Ducati que descubrimos cuando el concesionario que la vendía entró en quiebra. Resultó que el administrador judicial era amigo nuestro, y allí, escondida detrás de un montón de japonesas ordinarias, estaba esa Ducati. Mi amigo consigue que nos la vendan a un precio muy judicial.
Rescatada del fondo del escenario, teníamos que llevarla a Italia, a sus orígenes. Y resulta que Roma esta en Italia.
La Roma de hoy es una ciudad fruto de tres milenios de historia, que dejaron sus huellas en esta decadente actualidad, a pesar de lo cual su influjo no decae. Su fascinante decadencia es una de esas paradojas que tanto le gustaban a Cicerón. A veces se toma un tiempo de barbecho, hasta que toca cosecha y brilla de nuevo. Ahora nos puede parecer decadente, quizá porque estamos presintiendo la caída del actual imperio americano. Es una decadencia temporal, Roma tiene tiempo. ¿Que es un siglo entre 3000 años?
Roma es grande y los grandes no tienen complejos. No es Roma una ciudad exagerada, ni estirada, es una ciudad con historia larga que lo ha vivido y sufrido todo. Y eso se nota en la ciudad misma, en su arquitectura, en sus calles estrechas. En las matronas generosamente escotadas que dan golpes de cadera de lado a lado de los callejones. En los cascos blancos de los años 50 de sus guardias urbanos, en los uniformes coloristas de la guardia suiza, o en los cardenales con capas rojas agitándose al viento mientras cruzan la plaza del Vaticano en las mañanas brumosas. Roma es Roma y ninguna otra ciudad puede comparársele.
Roma, con sus mil caras y su historia, que abarca occidente entero, es poseedora de una belleza única. Podría decirse que Roma inventó su propia belleza. La de la magnitud y el poder, la decadencia, lo antiguo y lo histórico, a veces maltratado, descuidado, pero siempre intenso. La belleza de los colores cálidos de sus paredes, los tonos fríos de sus piedras y estatuas, las paletas coloristas de sus numerosos cuadros repartidos en sus callejones. Y sus vespas, traqueteando entre adoquines.
Un paseo por Roma es un viaje al pasado donde se pueden conocer de primera mano las reliquias heredadas de sus diferentes épocas, de su máximo esplendor: el foro romano, el Coliseo, el panteón de Agripa, el arco de Constantino, el castillo Sant’Angelo, la plaza de España, la fontana di Trevi, la basílica de San Pedro del Vaticano…
Llegamos a la ciudad eterna después de un corto paseo desde Civitavechia, sorteando el rudo trafico romano. Vamos a alojarnos en una de sus siete colinas, en el Aventino nos espera un delicado hotel Boutique que nos recibe con amabilidad romana. Es noche y hoy lo único que podemos hacer es conseguir cenar unas lonchas de proschiuto con un buen vino italiano, en una taberna vinoteca. Rodeados de caldos toscanos y sobre un mantel de cuadros.
Al día siguiente, desayunando en el jardín interior de nuestro hotel, organizamos la visita a Roma. Nuestra moto se queda parada aquí, al cuidado del hotel, nosotros alquilamos una vespa y contratamos un guía que nos guíe, saltando entre adoquines, para visitar lo imprescindible de esta ciudad, que es un museo, y que es una exposición de arte, y que es vida, y que es historia…
La vespa nos permite movernos con agilidad por el caótico tráfico de la ciudad. Aunque debería denominarse trafico romano, no caótico, el tráfico se mueve con una fluidez que solo un italiano vería como normal. Valga como ejemplo la Piazza Veneccia, con tráfico fluido desde todas direcciones y sin un solo semáforo.
Nuestro guía nos lleva de aquí para allá. El circo máximo, el coliseo, los foros imperiales. El Panteón de Agripa, (solo Roma podía hacer un templo dedicado a todos los dioses).
Paramos para visitar el Castillo de Sant’Angelo, mausoleo del gran emperador que fue Adriano. En este lugar, durante el terrible Saco de Roma llevado a cabo por las tropas de Carlos V, el papa Clemente VII se pone a salvo, a través del Passetto, que aún hoy une la Ciudad del Vaticano con el Castillo de Sant’Angelo. Corriendo como alma que lleva el diablo, sujetando sus sotanas y enaguas para poder avanzar a paso allegro molto vivace sin tropezar. Quedó escarmentado el papa Clemente de enemistarse con tan poderoso enemigo. Tanto que al poco coronó como emperador del Sacro Imperio a su gran oponente, al emperador Carlos I de España y V de Alemania. Cosas veredes.
Está ciudad es una caja de sorpresas ¿Sabías que la Piazza Navona fue un antiguo circo romano? Antes era el estadio de Domiciano.
Te paseas al lado del templo de Adriano, y por el teatro Marcelo, y observas el mercado de Trajano, y su columna, obra magnifica de Apolodoro de Damasco, que glosa la conquista de Dacia por el mejor de los emperadores romanos (Sis felicior Augusto, melior Traiano). Y las termas de Caracalla. Y entras en los museos capitolinos, y paseas de noche por la fontana di Trevi, a tirar una moneda que te garantice volver a Roma, y…. No existe vida entera capaz de asimilar tanta historia, tanto arte, tanta decadencia.
Mientras lo intentas te mueves de lado a lado, por sus callejones más interiores, gozando de la vista que proporciona el paisaje urbano.
Observas a las matronas de anchas caderas y generosos escotes. A los varones, ya sin juventud, con 60 o mas años, que gustan de llevar la camisa abierta y marcar paquete. De mujeres elegantes alargando sus piernas sobre stillettos imposibles, portadoras de una belleza densa y espesa. De hombres vestidos de Armani, o de Gucci o Valentino. De camareros veteranos vencedores de mil batallas verbales. Entras en las trattorias. Te asomas a las terrazas sobre la Plaza de España mientas saboreas un prosecco, o un aperol. Paseas por la ciudad impregnándote de ella. Lo mejor de Roma esta fuera de los museos.
La dolce vitta.
¿¡Y los turistas!?, Roma vive con los turistas mientras los ignora completamente. La mayoría somos desconocedores de los códigos ocultos que mueven esta ciudad, nos movemos como pollos sin cabeza intentando verlo todo, saborearlo todo. Es un vano intento, no se puede abarcar Roma si no dispones de la vida entera.
Antes de abandonar la ciudad visitamos, al fin, los museos vaticanos. Es una parada obligada, pero la pelea por una visión decente de la exposición es ardua. El papa Francisco ha deslimitado las visitas al museo vaticano, de modo que cualquiera que tenga entrada puede hacerlo cuando desee. Ya no hay cupos que regulen el flujo de turistas, de modo que la aglomeración es enorme.
Es un despropósito.
Aun así, con nuestra guía personal, una española enamorada de Roma, conseguimos ver lo imprescindible de los inabarcables museos vaticanos, aunque de forma bastante intensa, entre codazos y discusiones. Que no hay nada como un rifi-rafe en italiano cerrado para abrirse sitio, y que las masas de turistas se abran como el Mar Rojo al paso de Moises.
La capilla Sixtina merece una reflexión aparte. Miguel Ángel consigue recrear el cielo en la tierra en esta famosa obra, que es cumbre del renacimiento. Es evidente que es obra de un genio. El papa Julio tuvo que quedar satisfecho.
Si vas, dirige tu mirada al centro de la bóveda, allí verás la famosa imagen de Dios creando al hombre, a Adán. Si te fijas, el dedo de Dios está estirado, el del hombre está displicentemente encogido. Depende del hombre hacer contacto con la sabiduría del Señor y ser creado, basta con que estire levemente su dedo. Pero mira un poco mas, fíjate bien. Dios esta representado como un hombre anciano y rodeado de una capa purpura que revolotea a su alrededor, creando con sus volutas la forma de un cerebro humano. Es una negación oculta a la deidad.
La sabiduría, Dios mismo, es la mente humana. Y esto lo pinta Miguel Ángel a la vista de todos en el centro mismo de la cristiandad. Renacimiento puro. El hombre es el centro de todas las cosas, ¿y dios?, dios queda relegado al papel secundario del terapeuta. En la Capilla Sixtina dios se escribe con minúscula. En cuanto te percatas de ello todo el resto de la capilla se convierte en simple atrezzo.
Abandonamos al fin Roma, camino de Nápoles y Pompeya. Es inevitable, mientras rodamos hacia el sur, recordar las sabias palabras de Reverte dedicadas a los hombres que hicieron eterna a esta ciudad.
“…Pensar en los Gracos, en Cicerón pronunciando ante el Senado su inmortal «Quousque tandem abutere, Catilina, patienta nostra». En Bruto, Casio y los que ensangrentaron la túnica de César. En los hombres flacos de sueño inquieto de los que hablaba Shakespeare, cuyos ojos abiertos los hacen incómodos para los tiranos y los canallas. En los hombres justos de aquella Roma republicana, embellecida por la Historia, pero cuyos ejemplos formales tanto influyeron en el mundo, en los derechos y libertades de los hombres que supieron regirse a sí mismos. En la conciencia moral, superior hasta en las actitudes -y quizá superior, precisamente, a causa de ellas-, que tanto sigue necesitando esta Europa miserable y analfabeta, este compadreo de golfos oportunistas que nos desgobierna y del que también somos responsables, pues de entre nosotros mismos, de nuestra desidia e incultura, han nacido. En el consuelo casi analgésico de escuchar cada mañana, todavía, la voz serena de un último romano.”
Nosotros somos los últimos romanos. Mientras los recordemos con nosotros vive Cicerón, y Escipión el africano. Y Caton el viejo. Y César, y Augusto, y Plinio el joven, y Trajano, y Marco Aurelio y tantos grandes hombres de vida eterna, que afianzaron, sin saberlo, la civilización occidental que heredaron de Grecia. La de los hombres libres.
¿Seguirá nuestra voz consolando y alumbrando al mundo? ¿O seremos fagocitados y enterrados por los bárbaros de nuevo?. ¿Formaremos, al fin, parte de la niebla de la historia?. ¿O renacerá Roma, una vez mas, de sus cenizas?.
Son pensamientos pesimistas. Creo, personal y sinceramente, que occidente esta herido de muerte y que su fin es inevitable.
Pero hoy no. Hoy aún quedamos romanos.
¡FERPECTAMENTE! *
NÁPOLES Y POMPEYA
¡Nápoles!, nunca vi una ciudad tan espléndida y ferozmente mestiza, al mismo tiempo oriental y occidental, turca y cristiana, arcaica y moderna, noble y pícara, virtuosa e infame, hormigueante de vida, caótica hasta el disparate, incluso peligrosa para quien no conoce el territorio o ignora las reglas. Los pocos turistas en Nápoles se limitaban, antes, a la vía Toledo, y los atrevidos llegaban dos calles más arriba. Via Speranzella era el límite impuesto por la prudencia. Pero eso ya no es así, los cruceros de turistas vomitan miles de ellos a la vez. Turistas que se aventuran, manca rispetto, cada vez mas arriba. Lo comprobamos cuando nos aventuramos al barrio español y observamos anglosajones despistados que caen bajo la mirada, aguileña, del napolitano de guardia. A piques de perder su reloj y su maquina de fotos, a la vista del todo el barrio que luego negara haber visto nada. Es este lugar para gente avezada, habituados a llevar ojos en la espalda. Que Nápoles, uno de los pocos reductos que parecían imbatibles, acabe invadida también por el turismo de masas es revelador.
Nos gusta Nápoles, desde el bullicio de su barrios bajos, hasta la autenticidad de su barrio español, donde la ropa tendida y los gritos de la mamma llamando a sus mocosos. Bullicio de calle. Italia profunda.
Nos alojamos abajo, que lo gallardo y valiente no es motivo para perder la cordura, pero el Nápoles auténtico se vive arriba. Sin perder el respeto lo recorremos brevemente, nuestro objetivo es Pompeya.
La ciudad enterrada por el Vesubio en el año 79 por una gran erupción que destruyó completamente la ciudad. Tragedia a la que debe su eternidad y a la que nosotros estamos agradecidos.
Dejamos la moto al borde de una caravana que sirve comida rápida, justo enfrente de la entrada. La comida rápida aquí es pizza recién horneada, y ensalada capresse, fresca y recién hecha. El dueño, que nos ve, nos dice que aparcar allí es de pago. Nada indica tal cosa. Se que el parking es libre, pero me conozco la historia y los códigos. Rápidamente le digo que claro, como no, ¿se lo pagamos a usted, verdad?. El hombre se ríe, me ha reconocido como a un igual. Le digo que nos vigile la moto, que vamos a comprar entradas para el día siguiente y que luego comeremos de su cocina. Es un trato correcto que acepta sin discutirlo. Cuando volvemos, nos encontramos con una mesa preparada para nosotros dos, a la sombra de un pino, y una pizza deliciosa recién horneada. Una ensalada capresse, con su burrata fresca completa el cuadro y esperan por nosotros. Unas Peronni bien frías actúan de cicerones de esta cena especial. Charlamos con el hombre, típicamente napolitano, “aaah Ducati, Vella maquina..”. Hablamos el mismo idioma, con los mismos códigos. Hay respeto aqui.
Al día siguiente, al llegar, el hombre aparta una mesa que bloqueaba un sitio al lado de su caravana y que reservó para nosotros. Nos dice que aparquemos la moto allí. Sabe que la visita nos llevará casi todo el día. A él le compramos la botella de agua y dos bocatas para aliviar el paseo. Volveremos para cenar, sentados los tres en la misma mesa.
Pasear Pompeya es retrotraerte a la antigua vida de una villa romana. Y te reconoces en ella. Los grafitis de las tabernas, las casas de comida, los prostíbulos perfectamente indicados. Los locales de ocio, sus calles estrechas con una fuente en cada esquina. Las ruinas de sus panaderías.
Los famosos pasos de peatones en piedra, que permitían pasar de lado a lado de la calzada sin bajarse a ella, tenían una función menos “ciudadana”, la distancia entre las piedras no se adaptaba a los carros que se usaban extramuros, obligando a cambiar las mercancías en el exterior de la ciudad a carros pompeyanos. Que naturalmente, cobraban por ello. Nada que no se siga haciendo hoy.
Pompeya es el sueño húmedo de un arqueólogo con gustos romanos. Hoy lo gestiona una empresa privada que usa los fondos que recauda con las entradas para continuar el estudio y desescombro de la ciudad. Protegida por los siglos de los siglos bajo una capa de cenizas que fueron tragedia y drama para sus moradores y que a nosotros nos proporciona un regalo impagable.
Plinio el Joven, testigo presencial de la catástrofe, relataría en dos cartas al escritor Tácito:
«Una densa nube negra se cernía sobre nosotros y nos seguía como un torrente… Muchos rogaban la ayuda de los dioses. Otros creían que ya no había dioses en ninguna parte y que esa noche sería eterna y la última del universo».
La tragedia de Pompeya cobra volumen y presencia física cuando ves los calcos en yeso, que muestran los cadaveres enterrados por las cenizas, en la misma postura en la que murieron. Fue al arqueólogo Giuseppe Fiorelli a quien se le ocurrió, al encontrar huecos en la ceniza que se correspondían con los enterrados en ella, llenar esos huecos con yeso líquido para obtener moldes de los cuerpos originales, cuya materia orgánica había desaparecido casi por completo. Y el método resultó tan eficaz que hoy puede contemplarse un centenar de figuras, de yeso aunque del todo reales, con las posturas, actitudes e incluso gestos que tenían en el momento exacto en que la nube tóxica y ardiente los envolvió, matándolos en poco más de un minuto, a unos 400 grados de temperatura. Son testimonios físicos estremecedores. Te llevan a imaginar, con el cuerpo presente, como vivieron sus últimas horas. Como se abrazaron entre ellos hace 2000 años, para toda la eternidad.
Entre toda Pompeya destacan su anfiteatro, sus termas, y la villa del misterio, casi a las afueras de la ciudad. Y sus prostíbulos con pinturas representativas de cada actividad en el dintel de cada puerta. Y toda la ciudad salpimentada de calcos de yeso, que ponen humanidad y hacen físico el cataclismo sufrido hace 2000 años.
Te muevas por donde te muevas el Vesubio esta siempre presente. Allá al fondo, humeando. Amenazante aún, casi 2000 años después.
Hoy Pompeya ha aumentado su capacidad de recibir visitas y los metros cuadrados de exposición. Estoy pensando en una nueva visita.
Y a Nápoles, claro, aunque ya no sea el Nápoles de Sofia Loren.
*Lease Asterix y los laureles del Cesar