Estábamos nosotros con la duda y la incertidumbre encima, que más pareciera ser bisoños en viajes y monterías. Todo era un cambiar de ideas y de planes, y todo aquello que hoy nos pareciera correcto, mañana se deshacía en una voluta de humo, etéreamente.
Nuestro deseado proyecto de alcanzar el fin del mundo conocido, el auténtico final de la ruta allá por Magadán, en el lejano este del este de Rusia, se complica por momentos.
Primero fue la elección de fechas. La ventana de oportunidad para cruzar esa zona de Siberia es corta. Si te animas a intentar pasar temprano, el barro engullirá nuestras motos. Da igual si la subes a un camión. También se lo tragará. La rasputitsa no tiene alma y es implacable. No se la puede desafiar. Y si te demoras una semana del momento correcto, corres el riesgo de que una borrasca invernal prematura baje del norte y te deje aterido a 30 grados bajo cero. Si aciertas con la ventana, comerás polvo mientras los mosquitos te devoran a ti. Si sobrevivimos a mosquitos y osos, alcanzaríamos «La Máscara del Dolor» a la entrada de Magadán. Cumpliríamos así uno de esos sueños de niño grande.
Nuestro plan era formar una expedición de varias motos, para compartir los gastos de un vehículo de apoyo en las semanas más duras de la ruta. Por motivos varios, algunos se han bajado del proyecto. Eso aumenta el peculio individual a aportar. Tanto a la ida como a la vuelta. El plan inicial de enviar nuestras motos al otro lado del mar de Bering se demuestra imposible. La discusión en la Casa Blanca entre el rubio Trump y el cabreado Zelensky dilató la guerra más de lo previsto y las rutas comerciales entre Rusia y EE. UU. siguen cerradas. Así que solo nos queda la opción de un tornaviaje hacia Biskek, como improvisada base para invernar las motos, so pena de escapar hacia Corea. Pero no puedes ir a Corea desde Magadán. Antes debes bajar a Vladivostok. Y eso es más costo, y más tiempo y menos ganas.
Encontramos un propio que nos haría de guía con camión TT y que además es mecánico. Pero el hombre, creyendo que éramos herederos de Craso, nos pidió la luna. Y luna no tenemos.
A estas alturas del año, haciendo brainstorming, de ese que desarrollas por WhatsApp, con Ricard al otro lado del mundo y nosotros aquí, sentados en la taza del baño por las mañanas (cosa de la diferencia horaria, que quita glamour a estas cosas), surgió una idea. Una idea que poco a poco parece abrirse paso entre la bruma de nuestra ignorancia. Esas ideas que ni te atreves a pensar que se puede pensar en ello.
Pero es que ha surgido un contacto, un fixer especial. Un chino con influencias mayores y que debe favores a Ricard. Amistades surgidas en aquella lejana época de vida y trabajo en China y que vuelven ahora, agradecidas, a devolver favores que Ricard creía olvidados.
Asegura este hombre chino, no sin fundamento, que nos puede aliviar el trámite de entrar en China y cruzarla entera. De este a oeste. A un precio contenido, claro. Muy alejado de las barbaridades monetarias que los chinos piden por semejante cosa. Que ya sabes cuán poderoso caballero es don dinero, pero se trata de no rendir pleitesía a tan escurridizo señor.
Cruzar China entera es hacer la ruta de la seda de Beijing a Kirguistán, donde entraríamos por el paso de Torugart, en las montañas de la luna. Y no es cosa baladí semejante ruta.
Sería un viaje irrepetible, de esos que al completar te dejan saciado por mucho tiempo. Visitaríamos la antigua capital de Xi’an, con su eterno e imperturbable ejército de terracota. Después atravesaríamos la legendaria Puerta del Oeste en Lanzhou para abandonar la China imperial, cruzando las aguas del mítico río Amarillo y dejando que la majestuosa montaña blanca de Baitashan vigile nuestro paso desde la izquierda. Aquí es donde nacieron los fideos, de los que tanto se enorgullecen los italianos, concebidos como un alimento deshidratado capaz de soportar las largas travesías por la legendaria Ruta de la Seda.
Desde ahí avanzaríamos hacia las místicas Cuevas de los Mil Budas de Dunhuang para descansar en el idílico Oasis de la Media Luna. Allí, en el corazón del implacable desierto de Taklamakán, intentaremos descansar nuestros baqueteados cuerpos mientras las dunas cantantes de Mingsha nos arrullan con su fantasmal melodía – susurros etéreos que no son sino los ecos de aquellos mercaderes que la arena devoró en tiempos remotos.
Y atravesando la mítica Urumqi, alcanzar el cruce de caminos de Kashgar, donde está el mayor mercado de toda Asia, que es decir el mayor del mundo.
Y ya, por fin, cruzando el paso de Torugart a 3.752 metros, alcanzar el caravansar de Tash Rabat, donde las noches tormentosas revelan voces espectrales en lenguas olvidadas que emanan de sus muros centenarios como susurros del pasado.
De ahí a nuestra querida Biskek sería un paseo ya conocido.
La verdad es que la cosa, si conseguimos que no se desinfle, será espectacular.
China entera, de este a oeste, durante un mes. Moviéndonos libremente (o casi). Como para no desearlo.
Estaba yo feliz, y ahora tengo que soñar de nuevo sueños nuevos. Perra vida.