Esquivamos en la penumbra una manada de caballos que cruza entre nuestra moto y la de Jordi.
Esquivamos una segunda manada de caballos justo después de adelantar un camión.
No esquivamos la tercera.
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Estallan fuegos de artificio sobre el asfalto en mitad de la noche, sorprendiéndonos a todos.
Esa última manada cruzó por detrás de la moto de Jordi y por delante de la de Ramón, que ahora circulaba delante de la nuestra. Ramón y un caballo se atropellaron mutuamente.
Los dos cayeron.
Chispas naranjas iluminaron la noche mientras los faros de un camión se acercaban por retaguardia.
El cuerpo de Ramón rodó por el asfalto cruzándose en mi trayectoria. Lo seguí con la mirada fija en él, maniobrando para esquivarlo mientras frenaba la moto sin que se bloquearan las ruedas en ese asfalto frío y casi helado. Cambié de trazada, desviándome hacia la izquierda. Por el rabillo del ojo observé cómo el caballo intentaba incorporarse saltando hacia nosotros. Trastabillaba y no lo conseguía.
Juro que odié a ese animal.
La moto herida quedó atrás, parada al fin, y el camión de retaguardia, atento su chofer, consiguió parar su tonelaje de forma segura.
Ramón estaba consciente, no articulaba palabras, pero no había perdido la conciencia. Reconocí la situación; yo mismo la había vivido en propia carne años atrás. Mientras le hablaba lo examiné. Un teléfono móvil hacía de linterna.
Recuerdo una frase que una vez leí, no sé dónde. «En los apretados peligros toda razón se atropella«.
Intento actuar con calma. Eva me ayuda en eso.
Ambas piernas estaban bien, no rotas. Tenía sensibilidad y movilidad distal. Se dolía mucho del tórax en el lado izquierdo y de ambas manos. Comprobé sus pupilas. El oxímetro de nuestro botiquín marcaba 84 de saturación. Era muy bajo, hiperventilaba superficialmente —el dolor no le permitía inspirar con profundidad— además estábamos por encima de 3.500 metros. Un primer diagnóstico físico me indicó lesión costal, presumiblemente severa, y fracturas en manos y muñecas.
Había que llevarlo a un hospital, pero estábamos realmente aislados. No había cobertura de telefonía y el coche en el que iban Ricard y Quique había desaparecido. Improvisamos un asiento para Ramón con las maletas; la lesión torácica no aconsejaba tumbarlo, y menos aún en ese frío suelo. Le apliqué medicación analgésica para el primer momento y empezamos a establecer un plan.
En ese momento apareció el coche: un camionero les había avisado en el checkpoint de salida de la zona fronteriza, unos 10 km más abajo. «¿Vais con las motos? Tienen un problema allá arriba».
Ramón al coche. Islam se hizo cargo de la moto herida, cuyos daños eran menores. Simplemente había perdido el freno delantero, no tenía foco trasero, espejo ni cúpula. Pero funcionaba. El coche se llevó a Ramón camino de Naryn, con Islam llevando la moto como pudo.
Comenzó a llover de nuevo, heladamente.
Naryn está a 138 km de distancia, es grande y debe tener un hospital, pero nadie parecía saber dónde. La policía kirguísa a quien Jordi preguntó nos llevó a un hostal. Si hablasen español pensaría que confundieron hospital con hostal, pero no, hablaban ruso. Simplemente pasaban de todo.
La amable dueña del hostal nos llevó a un hospital público, oculto y sin pinta de centro sanitario, cuya dotación se puede describir como minimalista. El médico de guardia y dos enfermeras se presentaron. Me identifiqué como médico y tomé el control ante el alivio del médico de guardia. Pedí RX de tórax y ambas manos. El aparato de rayos estaba en otro edificio; había que salir al exterior.
Conseguí que nos dejaran una silla con ruedas oblongas con la que llevé a mi amigo hasta el edificio de rayos.
Diagnóstico: fractura de varios arcos costales izquierdos, conté cinco al primer vistazo aunque al final fueron ocho. Pulmón OK sin neumotórax ni hemotórax, al menos en este momento y no parecía existir un volet costal. Fractura de radio derecho y fractura de 5º metacarpiano izquierdo. El resto eran contusiones.
Con las dos únicas vendas de yeso de todo el hospital, con algodón en rama y sin venda elástica, inmovilicé ambas muñecas. Analgesia inyectada en el culo de Ramón.
El médico de guardia le dio una receta de calcio. Para los huesos.
A las 3 de la madrugada —que eran las 5 de nuestro horario anterior, pues el salto horario entre China y Kirguistán es de dos horas—, conseguimos alojarnos en las únicas habitaciones libres del pueblo. Al día siguiente iniciaríamos los trámites de repatriación de Ramón.
En esta aciaga jornada recorrimos los círculos del infierno uno a uno. Pero tuvimos suerte: nadie tuvo que cruzar la laguna Estigia. El barquero se quedó con las ganas, pero no se marcha aún.
Al día siguiente trasladamos a Ramón a un hospital de Bishkek. La noche que pasó fue muy mala; debía ir a un hospital central más dotado y repetir el estudio de tórax. Pero antes, a la luz del día y tras comprar material en una farmacia, mejoraríamos las inmovilizaciones de ambos miembros superiores.
Por fin ingresa en un hospital en la capital, que, en este apartado rincón del mundo, no es gran cosa. Lo llevamos con un coche particular acompañado de Jordi y Ricard, que se va en su moto. Es un viaje de casi 5 horas por una carretera infame, plagada de baches.
Se realizan nuevas radiografías que muestran un enfisema subcutáneo, algo que temía podía ocurrir, y un mínimo hemoneumotórax izquierdo.
Con razón se quejaba de tanto dolor.
Deciden ponerle un drenaje de tórax y queda ingresado en una suerte de UCI con dotación del inframundo.
Le retiran mis magníficas inmovilizaciones y le ponen otras mal colocadas en una posición errónea.
El barquero se queda esperando en la puerta, mirando con cara seria a Ramón.
No se permiten visitas. La medicación debe comprarse en la farmacia del propio hospital y dársela el médico. La alimentación tampoco está incluida: debes llevarle comida al enfermo. No se permite el paso de extranjeros y el personal médico no explica nada, o casi nada.
Ricard está allí, proveyendo comida y la medicación que le indican. Intenta recabar información de los mal encarados médicos, e intenta organizar las cosas con el seguro, que está en Francia.
¡Es todo tan complejo!
La comunicación con los médicos de Bishkek es difícil, caótica y habitualmente fútil. Dan poca o ninguna información, su actitud es soberbia. Parecen despreciar a la gente, a la que apartan con gestos displicentes.
El grupo está desolado, aunque tener a Ramón ya ubicado en Bishkek y atendido en ese proyecto de UCI es un alivio, este solo es parcial. No estaremos tranquilos del todo hasta que no esté fuera de peligro.
Me dicen nuestros amigos kirguíses que no vaya aún al hospital, que los médicos kirguíses pueden reaccionar mal si saben que hay un médico español en el grupo.
No entiendo nada.
Puedo entender la lucha del personal sanitario que actúa con pocos medios, pero no entiendo, ni soporto, la falta de humanidad. Esa es gratis.
Mientras tanto, impotentes de hacer nada más, y con nuestro amigo ingresado, nos movemos renuentes por los fastuosos paisajes de las montañas kirguíses, haciendo excursiones para matar el tiempo. Buscamos una rayita de cobertura para mantener la información al día, sin poder disfrutar y con la mente puesta en un cuarto oscuro de un oscuro hospital de Bishkek.
¡No aguantamos! Nos vamos para allá, aunque solo sea para estar cerca. Abortamos completamente nuestro viaje por Kirguistán y todos nos dirigimos a la capital; los ánimos no están para farolillos.
Cuando consigo visitar a Ramón solo me pide una cosa: «Sácame de aquí».
Además de las condiciones deplorables del hospital y esta súplica desesperada, los trámites con el seguro son engorrosos, colaboran poco. Para ellos está ingresado en una suerte de maravilloso hospital. No son conscientes de las condiciones. Afirman con rotundidad que si lo sacamos de allí sin el alta médica, no se harán cargo de nada. Además no existe otro centro sanitario a donde llevarlo. Así que aguantamos, explicamos la situación a Ramón y esperamos a que su función pulmonar mejore.
Sobornamos enfermeras, sobornamos personal, compramos comida por duplicado y medicinas para medio hospital. Sabemos que ambas cosas constituyen un sobresueldo oculto, un mercado negro que mejora el parco peculio de esta gente.
Tras unos días suben a Ramón a planta, su situación ha mejorado, y ya no necesita suplemento de oxígeno. Eso permite visitas libres. Pero la planta consta de habitaciones multipersona. La asignada a Ramón es una habitación con 6 personas más, son 7 en un espacio precario. Existe un baño por planta que nadie limpia con la frecuencia debida.
Nuestro amigo no ha sido aseado desde hace 5 días.
Ramón nos cuenta que las cucarachas y otra bichería pasean a sus anchas por la noche como si fueran los dueños del lugar, que las hay a miles, y que se mueven en procesión haciendo caso omiso a personas y enseres. A pesar de ello, te obligan a ponerte una bata quirúrgica para visitarlo, por higiene y prevención, dicen. Te la atan como la capa de Superman al cuello. No vale para nada. Y unas calzas, que debes comprar en la planta baja.
Consigo hablar con un médico que entiende la situación, al que sí me presento, en contra de la opinión de los amigos kirguises, como médico y especialista. Con una saturación ya normalizada es posible sacarlo de allí sin peligro. Parece que nos entendemos y le da el alta a Ramón. Lo sacamos de allí aún con el drenaje puesto; hemos consensuado que, si puede coger el vuelo de vuelta, así será más seguro. En casa de Ricard estará mejor atendido mientras esperamos la prometida respuesta desde Francia. Nos han sugerido un traslado a un hospital de Turquía en cuanto la situación mejorase mínimamente. Y ya ha mejorado.
Hablamos hasta el infinito con la compañía de seguros para repatriarlo, pero han cambiado de opinión, no hay manera. Se niegan en redondo a llevarlo a casa, a Turquía o a cualquier sitio, a pesar del informe médico que indica que el traslado es seguro y que el drenaje es una garantía en caso de complicaciones.
Ellos han enviado a un médico aquí, que nadie conoce y nadie ha visto, y que se limitó a preguntar por el peso y la talla de Ramón.
Sería para el ataúd, supongo.
Ese médico dice que la situación es gravísima, debe ir en camilla, acompañado de médico, enfermera y un cura. También que necesita suministro continuo de oxígeno. Es un despropósito de informe que lo complica todo. Con su lesión, la posición correcta es recostado, no en una camilla tumbado. No necesita ya oxígeno suplementario, como asegura, y basta con que viaje con asistencia y acompañado.
Entre tanto seguimos el tratamiento con una fisioterapia respiratoria improvisada con un tubo y una botella de agua de 5 litros. Tiene que soplar y hacer burbujas. Si burbujea, bien. Si no lo consigue, malo. Poco a poco hace burbujas como para encharcar el suelo.
Una vez que queda claro que ya no va a volar a casa, al menos no inmediatamente, conseguimos que se le retire a Ramón esa especie de toma de tierra que llevaba enganchada al pecho.
El hombre camina y pasea. Sonríe. Poco a poco vuelve nuestro Ramón a recobrar su forma de ser previa, con aquella manera tan suya de encajar los malos tragos, las incertidumbres y sinsabores de una vida difícil, con el estoicismo de quien se acostumbra a no esperar otra cosa.
El barquero hace una mueca y se marcha buscando otro cliente.
Nosotros debemos partir, dejando a nuestro amigo allí, pero en condiciones mucho más aceptables, camino de la recuperación plena. Es un tipo duro.
Al final conseguimos que la compañía acepte una repatriación correcta en una semana como máximo, a las dos semanas del neumotórax, para un vuelo seguro.
Desde Almaty, camino de casa, seguimos el caso. No estaremos completamente tranquilos hasta que esté en España, en una semana si todo va según los plazos marcados.
Hay cosas duras.
Las hay agotadoras.
Las hay de riesgo y las hay peligrosas.
Y luego está el turismo.