Llevamos poco tiempo entrenando duro, menos del que quisiéramos. Dicen que se necesitan 4 meses de entreno, pero nosotros solo tenemos mes y medio.
Sesiones de caminatas, bicicleta elíptica, ergometro, levantarse a las 5 de la mañana para andar. La nevera sin cerveza y el cuerpo… ese cuerpo envejecido y maltratado, que se rebela y no quiere rejuvenecer. Aún así lo haremos. Los billetes se han comprado, los hoteles están pagados y el compromiso con nuestros amigos Ramón, Quique y Ricard debe cumplirse.
Nos llaman locos por intentarlo, pero lo hacen porque no nos conocen los que lo dicen. Olvidan que también nosotros hemos estado en la isla de los niños perdidos; y aunque ya nunca más podamos desembarcar allí, todavía oímos el murmullo de las olas. Y porque algún día, espero que dentro de muchos años, estaremos en casa sentados juntos, al lado de nuestros recuerdos y esbozaremos una sonrisa. Ese el objetivo. Evitar el fantasma de que pudimos pero no lo intentamos.
Nos vamos al Everest. A su campo base, que tampoco pretendemos subir a la cima! Aún no.
El fin de semana previo a la salida completamos el último entreno serio. Más de 16 km por la sierra zamorana, por una ruta con fuertes pendientes en subida y en bajada, donde el camino se desdibuja y hacen falta las cuatro extremidades para vencer al camino. Preciosa y dura a la vez. Más de 6 hrs esquivando maleza y piedras. Solo nos faltó la altura.
La altura es la arista, la piedra angular de toda esta aventura. Ella nos hace dudar de conseguir el objetivo, es nuestra Némesis, nuestro particular Lestrigón. Si conseguimos derrotarla llegaremos al final sin duda alguna, y allí, a casi 6000 metros descorcharemos una botella de champán. Ricard, Quique y Ramon serán testigos.
Los visados han llegado ya.
En la habitación donde cocinamos los sueños, se van acumulando todas las cosas que debemos llevar. Ropa interior térmica, pantalones técnicos. Plumas de abrigo de la mayor calidad, botas de trekking para diferentes alturas. Botiquín con lo necesario para desafiar la montaña y el viaje. Filtros de agua, y más ropa, y placas solares portátiles para cargar artilugios. Frontales, bastones de marcha. Mochilas…..
Qué sé yo?! Un montón de cosas que serán demasiadas e insuficientes a la vez. No tenemos experiencia en la alta montaña. Solo una vez vivimos por encima de los 4000 metros y fue cuando cruzamos la cordillera del Pamir. Ahora el limite será mas alto, haciendo cosquillas a los 6000 metros, más arriba no nos cubre el seguro..
Solo podemos tenerlo todo lo mejor preparado posible, y esperar que el diablo no quiera celebrar su cumpleaños en esas fechas.
El grupo se reúne en Katmandú. Vamos llegando a cuenta gotas. Algunos ya nos conocíamos, nos presentamos al resto. Poco a poco. En total somos unos 20. Más los sherpas.
Los días de Katmandú sirven para adaptarse al jet-lag y para completar la logística. Se cierran cabos sueltos con los guías, conseguimos medicación de emergencia de última hora y gastamos el poco tiempo en conocer el caótico barrio de Thamel. Poco. Tendremos más tiempo al bajar de la montaña
La última noche se aprovecha para el briefing final. La palabra clave es “enjoy”.
6 de la mañana e iniciamos jornada. Preparamos mochila básica y petate para que sea llevado por los sherpas. 15 kg máximo por persona. Volaremos en pequeños aviones a Lukla, cuya pista de aterrizaje no llega ni a 500 metros. Lukla es considerado el aeropuerto mas peligroso del mundo, su corta pista acaba contra un muro. No hay oportunidad de abortar un aterrizaje.
Nosotros necesitaremos dos de esos pequeños aviones para nuestro grupo. Mi asiento está marcado en la tarjeta de embarque como “any”, es decir , que te puedes sentar donde te dé la gana, somos pocos así que será fácil identificarnos en caso de parar contra el muro.
El primer aparato vuela con casi todo el grupo, nosotros vamos en el segundo, con los guías y el grueso de los petates.
La salida está prevista a las 9:30, pero no salimos. El primer ministro de Nepal, en viaje oficial a China, bloquea el aeropuerto y no salimos hasta las 13:30 horas. Aunque el vuelo es corto con este retraso deberemos hacer la ruta prevista sin paradas y a toda pastilla, so pena de que caiga la noche. Y aquí de noche hace un frío que se las pela. Además no tenemos tiempo de comer. 10 km incómodos por un paisaje que no permite prisas. Así que damos la bienvenida a la noche y acabamos la jornada iluminando el camino con nuestros frontales.
La ruta para mañana se define por los veteranos como la más dura de las jornadas de marcha. Subiremos a 3400 lo que supone un desnivel de 700 metros que se salvarán por lo que Ramón define como “la madre todas las cuestas”, y el guía define como “climbing”.
La cama es dura, el colchón fino y hace ya un frío del carajo en nuestro cuartito de paredes y ventanas de papel, a donde el aislamiento no ha llegado. ¿Calefacción? ¡Estás de coña!
Nadie nos había advertido que no facilitan papel higiénico. Descubro por la mañana que las toallitas húmedas que llevamos para limpiarse el culo se han congelado. Menuda mierda.
El tramo a Namche Bazaar tiene fama de ser el más duro físicamente de la ruta hacia el campo base, salvo por la altura. El tramo inicial va bordeando el río por una u otra banda cruzando el cauce por puentes colgantes. La altura la ganas poco a poco, al ritmo del rio. Es así hasta el puente de Hillary, que salva un profundo cañón que obliga a la senda a picar hacia arriba. A partir de ahí se ganan más de 500 m de altura en un tramo de solo 3 km. Serpenteando por la montaña por una trocha absolutamente destruida. Sísifo debía sentir lo mismo cuando empujaba su roca. Es un castigo divino. Yo lo hago arrastrando mi culo, que pesa más que un bloque industrial de granito. Conmigo van Eva, Ramón y Dipen. Dipen es mi sherpa particular. El mío. Para mí. Sabe que soy el gordo del grupo y el que más posibilidades tiene de morir aquí. Y no quiere perdérselo. Se aburre con mi paso cansino y moribundo, pero pronto nos hacemos amigos. Ya me llama Pako-oo. Con las últimas «os» separadas. Es un avance. Al principio se dirigía a mí como “boss”.
Namche es la capital del pueblo sherpa y solo se llega a ella por estas trochas de alta montaña. Reatas de mulas y yaks transportan infinidad de mercancías. Los Sherpas también contribuyen a ello convirtiéndose en bestias de carga transportando a sus espaldas pesos de como mínimo 50 kg. Bultos inmensos que mueven sujetándolos a la cabeza y encorvando la espalda. Mirando al suelo. Son más rápidos que cualquiera de nosotros. Nuestras bolsas de viaje las transportan ellos. Cada una de 15 kg. Llevan tres. Nosotros una mochila que en mi caso se queda en escasos 8-10 kgrs. Hoy dormimos a 3500 m. Y ya se nota la falta de presión, aunque lo llevamos bien a estas alturas.
Como es habitual aquí, la habitación no tiene papel higiénico, se compra. Pero esta vez tiene agua caliente y enchufes (es la capital). No tiene calefacción y el aislamiento es una hoja de papel. La temperatura exterior e interior son similarmente iguales. Así que soborno con 15 dólares a un empleado para que nos facilite un calefactor eléctrico. Lo llamamos alquiler.
La siguiente jornada se prevé corta, de aclimatación, de descanso. El descanso consiste en superar un desnivel de 400 metros en dos km y medio. Y luego bajarlo. Vemos al Everest por primera vez mientras acariciamos los 4000m. Para aclimatar. Dicen.
A mi me revienta..
Hacemos unas fotos y esperamos hora y media para bajar de nuevo a nuestros 3500. Hace un frío del carajo.
Ya empiezo a dar tratamiento a algunos colegas. Diarreas y cosas así. Nada serio. Mañana ruta para dormir por encima de los 4000. Ya se empieza a hablar de frío serio.
Las jornadas se suceden, cada una supone un esfuerzo superior a la anterior, pues el cansancio se acumula y la altura es cada vez mayor. La barrera de los 4000 que tiene un efecto físico y moral, pronto se ve superada por la de los 4500 msm.
La ruta es cada vez más solitaria y las bestias de carga dejan de ser mulos para ser yaks. Son una especie de yak doméstico más pequeño que el original, más dócil, pero mantiene su pelambre larga y ensortijada de hippie desmelenado.
A partir de Tengboche hace su aparición la mole inmensa y característica del Ama Dablam, y detrás de el, a su izquierda, la silueta del Everest, la montaña rey.
El nombre de Everest es un nombre aburrido, sin alma, puesto ahí caprichosamente en recuerdo del topógrafo George Everest, de la Real Sociedad Geográfica de Inglaterra. Es justo y necesario recordar aquí que Sir George se opuso a la idea, y defendió el nombre nativo.
Los nativos, que ellos si sabían poner nombres bonitos a sus montañas, se refieren en Nepal a este gigante como Sagarmāthā (La frente del cielo), y en el Tíbet como Chomolungma o Qomolangma (Madre del universo).
Frente del Cielo o Madre del Universo se me antojan nombres más bellos para definir el alma de esta montaña.
La belleza es cada vez más solitaria y agreste y la naturaleza se torna más agresiva, paseas por un entorno extremo que en este mes de diciembre es solitario.
La pregunta inevitable surge en la soledad de la marcha. ¿Que diablos hacemos aquí?. Boqueando como pez fuera del agua. Sufriendo como perros, arrastrando mi oronda figura por aquí arriba, lejos de todo.
El mundo ha cambiado tanto en en los últimos años que parece que ya no existen paraísos, sitios reales donde disfrutar de la antigua belleza relatada por las exploradores de los siglos pasados. Ese mundo que vivió Admunsen en los polos, o que disfrutó Finch Hatton, el de las memorias de África. O Shacklelton a bordo de su Endurance. Y Hillary, ¿cómo no?, el gran alpinista que tras conquistar la cumbre del mundo por primera vez, dedicó su vida a proteger a los sherpas.
Pero por suerte aún quedan fronteras. Confines en retroceso, cierto, pero donde aún es posible percibir la vieja melodía de aquel tiempo hermoso. Ocurre en Nápoles, y en Atenas, y en Siracusa, y en Estambul. Mis amadas ciudades mediterráneas.
Y también ocurre en Katmandú. Los viejos límites de una ciudad antigua, caótica y peligrosa retroceden desde hace años, a medida que un turismo antes inexistente se adueña de la ciudad. Son los tiempos, las nuevas costumbres; aunque aquí, como en casi todas partes, aún quedan lugares, rincones sin colonizar, refugios para los cabrones asociales como nosotros, reaccionarios y viejunos que no conseguimos adaptarnos a eso. Si uno se busca la vida con paciencia, siempre los encuentra. Y los disfruta todavía, ¡vive Dios!, antes de que llegue el diablo y se nos lleve a todos.
También en Nepal quedan fronteras de ésas. En retroceso, pero quedan. Hay, aquí en la montaña, lugares perdidos para siempre, pero en otros, si uno presta atención, aún es posible percibir lo que el escritor y periodista Antonio Burgos clavó, magistral, en pocas líneas:
—¿No hueles los jazmines?
—¿Qué jazmines, si no hay?
—Los que estaban aquí antiguamente.
Estamos en una de esas fronteras donde aún se huelen los jazmines. De Namche Bazar hacia arriba es donde se dibuja esa frontera. A eso hemos venido, a oler los jazmines. A este mundo perdido que se resiste a esa globalización donde es políticamente incorrecto ponerse, para cenar, jazmines en el ojal.
Si lo entiendes, eres de los míos.
La pendiente extrema, la falta de presión en un aire cada vez más tenue, parco en oxígeno. Que te obliga a respirar a boca ancha buscando las moléculas del gas vital en cada bocanada.
Adoptas el paso firme, pero cansino y lento, del escalador que se mueve en el límite de los 8000. Es la recomendación de Ramón. Y si Ramón lo dice, se hace. Él es el veterano de la montaña, subió al Everest dos veces, como para no hacerle caso…
Así que se le obedece, y adapto ese paso a los 5000 metros, mientras intento llenar los pulmones de un aire tenue que no es suficiente, que no sabe oxigenar, y que es frio y seco. Un aire que quema tus pulmones por dentro al respirar abriendo la boca, y las fosas nasales. Y cuanto orificio tenga por el que pueda succionar aire. Es un aire hereje que no alivia ni da consuelo.
Asciendes jornada tras jornada y superas el santuario de Chukpi Lhara a los caídos en la montaña. Caídos en esa montaña mágica que es caput mundi.
El santuario está situado justo en la línea de los 5000, en un campo plano protegido del viento donde se levantan altares y stupas para recordar a los héroes caídos allá arriba. Son muchos, demasiados. Mártires de una extraña religión cuyo dogma de fe es superar la montaña lo más éticamente posible. ¿Por qué?, ¡porque esta ahí!
En esos 5000 metros que son una frontera, y son un reto, y son una tortura, continuas el camino. Mientras el Sol continua su ritmo y se pone por detrás de las cumbres. Se hurta el sol y su lugar lo ocupa la sombra. Negra sombra que me asombra, provocando que la temperatura baje de golpe. Avanza rápido, como la capa negra de un jinete del apocalipsis. Y se levanta un viento frio e implacable que lo congela todo. Y nosotros estamos en ese todo. Caminamos a la sombra del atardecer en temperaturas de 15 bajo cero que queman el dorso de mi mano izquierda, por donde ataca el viento, y destempla el cuerpo de mi compañera.
Falta un km para el refugio de Lobuche. Siempre falta un km. Da igual cuando lo preguntes o en que momento estés de la ruta. La respuesta es “un km”. Es una respuesta automática de ánimo que acaba resultado un comodín jocoso. Un km, la salvación y el calor están a un km. Un km que son dos o pueden ser tres, ¿qué más dá?
Pero un km es una distancia inabarcable, la sombra avanza y el día se oscurece con rapidez, y con él la temperatura cae de una forma acusada y muy rápida. Los pasos de Eva se hacen más cortos, no consigue dar un paso más largo que su propio pie. Comienza con síntomas de hipotermia. Sorpresivamente quiere sacarse el cortavientos. Se lo impido, es un síntoma claro de hipotermia. Esa sensación falsa de calor y agobio. La abrigo con una manta térmica de emergencia y un cortavientos extra. Una capa más, que la aísle del frio. Le quitamos la mochila y conseguimos que avance un paso más. Y después otro, y otro más. Pasito a pasito se hace camino. Las sombras son más largas a cada momento que pasa.
Frio.
Un km.
No es nada un km y lo es todo. A las afueras de Lobuche, en una loma, aparece un compañero, preocupado por nuestra tardanza, salió a ver si nos veía. Le indico que se vuelva rápido, consiga un sitio al lado de la estufa y un recipiente con agua templada para las manos de Eva, heladas y azules dentro de su finos guantes de trekking.
El kilometro acaba al fin.
Ricard esta ya pertrechado con toda su ropa de altura para salir a buscarnos, nos tropezamos con él en la puerta.
Estufa y calor, botellas de agua caliente que introducimos por sus ropas para recuperar calor. Está agotada, mi compañera está agotada, ha llegado al límite, lo ha sobrepasado y ahora no deja de tiritar. Afuera cae la noche y el termómetro se desploma a casi 30 bajo cero. Hemos conseguido acabar ese eterno, infinito y cabrón km.
Estamos en la raya de los 5000 metros, mañana toca la etapa al campo base, es corta y con poca subida de altura, pero tomo le decisión de no continuar. Sería una temeridad dejar que Eva se someta a un nuevo esfuerzo extremo sin haberse recuperado plenamente, ella quiere, pero yo soy egoísta y no le dejo. Me duele el alma verla así, y quiero evitarlo. Nos quedamos aquí. Le doy a Oscar, un bombero avezado en primeros auxilios, el material medico que yo ya no usare y que quizá pueda serle útil a él. Le instruyo sobre el uso de la dexametasona inyectable, por si surgiese la necesidad.
Amanecemos a la sombra de las moles inmensas del Pumori y el Changtse. El paisaje es intenso, magnífico. Empequeñece a quien lo observa.
Un helicóptero nos bajará hasta Lukla, junto a Ricard y Quique (Semper Fidelis), y luego a Katmandú. No hemos llegado al campo base, que está ya a un tiro de piedra pero no hemos fracasado. No se fracasa si lo das todo.
El prometido helicóptero llega, como es norma, tres horas tarde. Un vuelo corto deshace en minutos nuestra ruta de días. La aeronave no está cómoda a estas alturas y aprovecha los cañones y vaguadas para bajar de cota, serpenteando entre las cumbres. El paisaje árido donde no crece nada más que hierba rala, se sustituye pronto por bosques de rododendros y coníferas. Estábamos tal lejos y tan cerca…
De Lukla otro corto vuelo a Katmandu. Una ducha caliente de media hora en nuestra habitación del Alof consigue arrancar de nuestro cuerpo los últimos vestigios de frio anclado en nuestras entrañas, y que se pierde por el desagüe con un quejido de frustración.
Hemos decidido, junto a Ricard y Quique largarnos al sur del país, a la selva. El parque nacional de Chitwan nos espera para alojarnos en un resort de 5 estrellitas. Estrellitas pequeñas, todo hay que decirlo, pero que ofrece buen servicio y cama cómoda. Un guía, experto en la zona, con la ropa color caqui bien planchada y unos prismáticos, nos introducirá en el prohibido parque natural.
Aquí se viene a ver rinocerontes asiáticos, ciervos de diferentes especies, elefantes, cocodrilos de rio y gaviales, una especie de cocodrilo de morro fino del que quedan pocos ejemplares. Y tigres, que no verás, aunque sorpresivamente nuestro guía encontrará una o dos huellas para enseñarnos. Seguro que las estampa con un sello cuando no miramos.
Iniciamos el safari en una barca por el rio, de amanecida, entre la niebla matutina que emana del agua. Un rinoceronte cruza el cauce por delante de nosotros, ofreciendo una estampa única. Es un ejemplar bello, muy diferente del africano. Más pequeño, pero impresiona de más acorazado, como portando placas blindadas formadas por su dermis gruesa y recia.
Aves de todo tipo se mueven por doquier. Desde gansos siberianos, hasta el Martin pescador. Pasando por cormoranes y cigüeñas. Aquí, yo que siempre pensé en la cigüeña como pájaro europeo y africano. Será una inmigrante ilegal en este mundo globalizado.
La estampa del día la proporciona, sin embargo, la gente. Una fila de mujeres locales, que desde la orilla del parque se introducen en el rio, con el agua por la cintura, portando a sus espaldas un peso infinito de leña.
Son ilegales. La madera del parque natural no se puede sacar de él, por eso cruzan el rio sin usar los vigilados puentes. Llevan recolectando madera toda la noche y ahora, antes de que la aurora aclare del todo, se introducen en el rio para llevar la carga a sus hogares. Lo cruzan con paso lento, pesado y cuidado, cogidas de la mano de dos en dos, con el agua por la cintura. Sujetan la carga y la corriente con estoica decisión. En una fila que atraviesa el mismo rio donde nadan cocodrilos y gaviales y por donde cruzan los rinocerontes. Cada carga debe superar los 60 kgrs, si no más.
¡¡Cuantas vidas duras caben en este planeta!!.
Lo he visto a menudo en estas zonas del mundo. Son las mujeres las que llevan a sus espaldas la carga de la tradición. Son las que mantiene el hogar estructurado de una forma mucho más intensa que la que hacen los hombres, más occidentalizados en sus maneras y ropajes, y más dados al uso de tabernas y juegos varios.
La última estampa bella la proporcionan unos paquidermos dedicados a labores agrícolas, cargados con hierba elefante y que desfilan por las caminos de la jungla camino a la aldea. El libro de la Selva resuena en nuestra cabeza.
Chitwan no decepciona, cumple su cometido de permitir nuestra recuperación y llenar nuestra retinas de imágenes inolvidables. Son unos días pausados, con conversaciones densas al atardecer, a la sombra de una terraza, mientras sujetas una cerveza en la mano, y que forjan y afianzan amistades que juzgo duraderas.
Fueron unos buenos días.
1 Comments
Juan Berg
La madre que os parió… impresionante, amigos.