El viaje a Mongolia es siempre un viaje largo, muy largo. Para llegar desde la orilla del Atlántico hasta las estepas infinitas, debes encontrar un aeropuerto con conexiones a algún hub civilizado que te redirija hasta allí. Pocas líneas internacionales se aventuran a esos confines: Turkish es la más habitual, y Turkish sale barato desde Valencia. Así que toca peregrinar primero a Valencia.
¿Cómo llegar? Tienes varias opciones, todas ellas con sus encantos particulares: avión (casi tan caro como el billete a Ulán Bator), coche (opción válida pero que te deja molido) y tren. Ah, el tren. Renfe te ofrece unas magníficas opciones que supuestamente te recogen en la puerta de casa y te depositan casi en la puerta de tu amigo Dani. Claro que últimamente subirse a un AVE es una especie de ruleta rusa ferroviaria: no sabes qué demonios pasará durante el trayecto. Pero algo pasará, eso seguro.
Y efectivamente, pasó.
Nosotros, que nos las damos de aventureros, optamos por la ecológica y resiliente opción del tren, toda ella alimentada con energía súper verde y blanqueada con Ariel.
De forma previsora, escogemos asientos en el sentido de la marcha—para eso reservas con tiempo y te comes el suplemento. Viajar de espaldas me marea como a un marinero novato. La página web de Renfe es fantástica para estas cosas: listo, coche 1, asiento 8, sentido de la marcha. Perfecto. Vamos de primeros, así al llegar a destino tendremos poco que caminar con nuestro pesado equipaje de aventureros.
El tren llega puntual a Santiago—hasta ahí todo bien. Pero cuando arranca de nuevo, sale marcha atrás. ¡El hijo de perra nos ha colocado en el último vagón y ahora viajamos de espaldas desde Santiago hasta Madrid! ¡¡¡Se puede ser más cabrón!!!
Enseguida noto, sin embargo, que no me mareo. Es que resulta que este tren ha decidido ser una avecilla en lugar de un AVE de verdad. No pasa de 180 por hora, lo que le obliga a hacer paradas no programadas para apartarse humildemente y dejar pasar a los AVE auténticos, esos sí de 300 que van por ahí como mandarines ferroviarios.
El retraso se acumula implacablemente. Al llegar a Madrid, arrastrando nuestras maletas sin ruedas, sin aliento y con el pánico a perder el enlace a Valencia, aparece en nuestra ayuda un santo innominado de uniforme que coloca el tren de Valencia—también con retraso, por supuesto—prácticamente a nuestro lado. Un milagro ferroviario.
Vagón 1, situado de último, en la cola, pero por lo menos esta vez sí viajamos en sentido de la marcha. Asiento confort, oiga, con derecho a merienda plastificada y colorantes autorizados por la UE. El tren arranca y llegamos a Valencia en tiempo récord. Pero claro, somos el último vagón, lo que significa casi quinientos kilómetros de andén por recorrer antes de salir de la estación, donde nos espera Dani_54.
Lo del 54 tiene su historia. Dani nos había contado que su equipaje pesa 54 kilos, sin contar el de mano, que serían casi otros 20. «No puede ser», le dije, «es imposible». Pero él estaba segurísimo de su cifra. Al llegar a su casa, coge una de nuestras maletas y se parte de risa: «¡56 kilos la tuya!», me dice triunfante. «Déjame ver, hombre, eso es imposible». Entonces descubro su báscula de AliExpress, calibrada en libras. Así que le hemos puesto de mote Dani_54. O Black_54, versión 2.0 de su antiguo nick.
Llegada al Reino de los Mongoles
El aeropuerto de Ulán Bator no está situado exactamente a las afueras de la ciudad. Por lo menos no a las afueras de la ciudad actual. Está como a unos 65-70 kilómetros, prácticamente en otro planeta. En mitad de la nada absoluta, en el descampado inmenso que es todo este país. Rodeado únicamente por praderas infinitas y pastos que se pierden en el horizonte, sin pueblos, aldeas ni siquiera una gasolinera a la vista.
Nos recoge un mongol con cara de mongol de pura cepa, que nos lleva hasta el River Point Lodge de nuestro anfitrión Chizgorin. Conduce mientras chatea con todo el mundo desde su teléfono móvil y navega por todas las apps de la apple store, menos la del GPS; por lo visto se conoce el camino. Aun así nos lleva, tras más de una hora de viaje, hasta nuestro destino final. Nos cobra 35 pavos.
El River Point Lodge de Chizgorin está especializado en viajeros y overflanders varios que buscan la auténtica experiencia mongola. Y vaya si la ofrece. Está surtido con toda la parafernalia mongola de rigor: yurtas tradicionales, duchas con el chorro torcido que consiguen mojar todo el baño menos tu espalda, y WCs averiados que exhiben carteles de «fuera de servicio» como si fueran condecoraciones de guerra.
Aquí debe venir clientela de todo tipo y pelaje, porque en la puerta de los baños existe un cartel que, mediante pictogramas muy explícitos, te advierte que no debes usar la escobilla del váter para frotarte la cabeza ni limpiarte el culo. Al parecer, hay precedentes. Uno se pregunta qué historias habrán llevado a la necesidad de crear semejante obra maestra de la señalización sanitaria.
Pero está bien situado. Fuera del vorágine de Ulán Bator y al lado de un río es un lugar fresco y agradable. Aquí pasaron el invierno nuestras motos.
Chizgorin ha construido nuevas cabañas al gusto occidental, con baño incorporado. Alquilamos dos. Pero son tan nuevas y frescas que el baño aún no funciona. Y como son las últimas construcciones están al final del recinto, donde había hueco. El baño comunitario está al otro extremo. Tenemos suerte, somos los únicos huéspedes, pues la temporada aún no ha comenzado, y no compartimos ni baño ni ducha con nadie más.
El despertar de las bestias
El lugar conviene, pues tenemos allí las motos, escondidas en el fondo oscuro de un chamizo infecto. Con nuestras botas y cascos desde el año pasado. Conseguimos rescatarlas del cuarto oscuro tras mover el caos de cachivaches que se habían acumulado todo el año, y las arrastramos hasta la zona que generosamente llamamos «taller».
Nos ponemos manos a la obra: hay que cambiar aceite, filtros, bujías, instalar baterías, y montar algún neumático nuevo.
Desmontar una moto británica para llegar hasta su filtro de aire y sus bujías no es cosa baladí. Está diseñada para poder cobrar ingentes cantidades de dinero en mano de obra cuando haces el mantenimiento habitual en un taller de su red de concesionarios.
Así que te pones a desmontar plásticos, faros supletorios y hasta el morro de la moto, para poder llegar a retirar el depósito para poder acceder a las bujías y al filtro de aire. Dani se pone con su moto china, que parece más sencilla. Trabajamos a la vez, cada uno enfrascado en su propia máquina.
La frase que más se oye durante todo el día es «me cago en su puta madre». Este intercambio de información técnica ocurre a menudo: cada vez que un tornillo no sale, o sacas el que parecía correcto pero no lo era, o se pierde algo por el fondo del averno mecánico de la moto, o falta una herramienta que es estrictamente necesaria para llegar hasta un tornillo que está ahí, al fondo, detrás de ese hierro que no se puede quitar, pero que debes desatornillar con una llave oblonga concatenada tipo allen del número 6.
Pero somos gente dura, gente del metal. Hechos a las durezas y desventuras de la mecánica overlander. Y al final conseguimos nuestro propósito. No sé aún cómo, pero las motos arrancan y cobran vida. Es increíble, pero suenan deliciosamente. Objetivo mecánico cumplido.
Todo lo que se debía cambiar es nuevo, excepto el filtro de aceite de la británica, que no hubo forma de arrancarlo de su sitio sin desmontar la otra media parte de la moto. Paso, esta moto va a viajar con los calzoncillos sucios, que siendo británica no lo notará.
Rumbo al Gobi
Por fin, con las motos resucitadas, arrancamos dirección sur-suroeste, cuarta al levante, hacia el desierto del Gobi y la frontera china.
Esta zona de Mongolia ofrece poco al turista y maltrata al viajero. La ruta es sencilla: una larga y fina tira de asfalto atraviesa el cada vez más seco y cálido desierto del Gobi. No puedes perderte. Solo lo harías si caes con tu moto en uno de esos inmensos cráteres que de cuando en vez aparecen en el reverberante asfalto. Son abismos necesarios, cumplen la función de evitar que te duermas bajo el sol inclemente. Salir del asfalto para divertirse por lo marrón (aquí es amarillo) es mala idea. Los caminos son de arena blanda y eso, con la moto pesada como va, te llevará al suelo al mínimo error.
El destino de esta primera etapa mongola es Sainshand, un pueblo cuya razón de existir es ser refugio de mineros, transportistas chinos y overlanders despistados. Encontramos un hotel que para ser mongol y en el Gobi resulta casi aceptable. La wifi existe aunque ella no lo sabe, pero a veces, si estás atento, cazas un par de bits que te pueden arreglar algo de información.
El aire acondicionado pelea con el seco calor exterior. No lo consigue por poco. La entrada al hotel se hace por una pista de arena que casi me pone nervioso y que te deja en la parte de atrás del edificio, la fachada se alcanza por unas escaleras con pasos desiguales, donde tropezarás hasta que consigas ritmo mongol, y a la que no puedes llegar con un vehículo. No dejo de pensar en cuál es la razón de semejante diseño.
Poco hay que hacer aquí, no es este un lugar turístico, la zona del Gobi que goza de ese privilegio está a 10 horas de conducción hacia el oeste. El único atractivo aquí es un monasterio budista a unos 40 kilómetros hacia el sur-oeste, en mitad de ninguna parte.
Fundado por un monje de 17 años que en 1820 creyó encontrar aquí una energía espiritual muy poderosa y consiguió reunir a su alrededor una especie de secta llamados budistas del gorro rojo.
Nosotros no lo dudamos: notamos esa energía en el sol que derrite nuestra sesera a nuestra llegada.
El templo, que fue reconstruido después de su destrucción socialista y popular en 1937, es poco agraciado. Muy alicatado con materiales modernos ya carcomidos que restan espiritualidad al lugar. Cerca está el motivo de la fundación de este monasterio. El conocido como Centro de Energía Mundial.
A pesar de su pomposo nombre que suena a comité de emergencia de la ONU, esto no es ninguna fundación científica. Las naciones del mundo no se juntaron aquí para crear un centro de investigación energética ni nada remotamente parecido. Es uno de esos puntos sagrados que los creyentes consideran un auténtico enchufe cósmico, donde supuestamente se concentra toda la fuerza vital del universo como si fuera una gasolinera espiritual. El protocolo es simple: vienes, pagas, te tumbas donde el chamán te señala con aire místico, y te recargas las pilas existenciales. O eso dicen. Yo no noté nada, será porque no tengo remedio. Lo que sí tengo son los labios agrietados y la coronilla calva y bien quemada
Para acceder a esta experiencia trascendental debes pagar entrada, que siendo extranjero te cuesta el doble—porque al parecer tu energía occidental está más vacía y necesita más kilovatios cósmicos. La entrada se cobra porque resulta que la energía, aunque sea espiritual y venga directamente del cosmos, tiene tarifas terrestres. Al final, ya no quedan paraísos en este mundo. Y si los encuentras, seguramente tienen taquilla.
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El ultimo pueblo mongol es Zamin-Uud. Aqui esta la frontera, que cruzaremos mañana. Es un paso complejo esta vez.
El plan es salir de Mongolia y exportar las motos. Dejarlas en la aduana china y cruzar andando hasta el otro lado de la frontera. Al día siguiente, de la mano de nuestro fixer chino, haremos el trámite de importar las motos a China: conseguir licencia de conducir china, matrícula china para las motos, seguro de conducción chino (en chino, por supuesto). Y tras jurar por Snoopy y el Buda de los desamparados, conseguir empezar a conducir por China. Serán dos días de papeleo infernal.
Ya os contaremos.